sábado, 31 de julio de 2010

El hijo escritor de Lilís era Sanjuanero.


Culturales



Por: Edgar Valenzuela

SAN JUAN DE LA MAGUANA,-31 jul.-Fruto de los amores del dictador Ulises Heureaux (Lilís) y de la “regia mulata” Juana Ogando, en 1870 nació en San Juan de la Maguana Ulises Heureaux Ogando, nuestro primer cuentista, novelista y dramaturgo.

Recién había regresado de París cuando los dominicanos comenzaron a percatarse de que el hijo que Lilís envió a Francia a estudiar derecho, optó por frecuentar los cafés literarios y las salas de teatro.

Sus publicaciones en las revistas culturales y sus artículos en los periódicos dejaron al descubierto que el joven, más que para la Guerra y la Política, tenía talento para las narraciones escritas, el drama, el ensayo y la música. (Componía y tocaba al piano sus propias melodías).

Juana Ogando

Eso era lo más lejos que también tenía Juana Ogando, amazona excepcionalmente dotada por la naturaleza para el amor y el manejo de las armas. Lilís la visitaba frecuentemente en San Juan de la Maguana.

Le hizo construir una imponente casa de madera en el centro de la ciudad que se hizo famosa, y la colmó de favores; conquistado por los múltiples servicios que le prestó, junto a sus hermanos los generales Timoteo y Andrés Ogando, durante la Guerra de Restauración.

Los reiterados éxitos de Ulises Heureaux Ogando con el montaje de sus piezas teatrales La muerte de Anacaona, El grito de 1844, El artículo 291, Consuelo, La noticia sensacional, La fuga de Clarita, Entre dos fuegos, El enredo, En la hora suprema, El Jefe, De director a ministro, Lo inmutable, Blanca, Genoveva, y Alfonso XII lo convirtieron en el dramaturgo más montado de principios del siglo XX y en uno de los pioneros del Teatro Dominicano.

Ulises Heureaux (Lilís)

Entre sus obras publicadas se citan Primeros Cuentos, (1903), En la copa del árbol, novela (1906), Amor que emigra, novela (1910), Rafael Leónidas Trujillo, ensayo (1933).

El cuento que difundimos a continuación hace 100 años que fue impreso. Recrea la época de las revoluciones regionales, rasgos de algunos de nuestros caudillos militares y una historia de amor de fondo. Combinación que no suele fallar.

Alma sencilla

(Cuento criollo)

De Ulises Heureaux hijo

La guerra civil se había prendido como una odiosa gangrena al corazón de la República.

La común de Guayubín era el teatro donde, diariamente, hermanos contra hermanos se lanzaban a la matanza, y arrastrados por un ardor salvaje, sin piedad de la pobre patria agonizante, quemaban y pillaban todo lo que encontraban en su camino.

Cierta noche muy oscura del mes de abril, cuando las campanas de la iglesia marcaban las nueve, un hombre cruzó el Yaque a la altura del pueblo. Protegido por las densas tinieblas y burlando los centinelas del gobierno, pudo él seguir, durante uno o dos minutos, una hermosa vereda que entonces orleaba el hermoso río y llegar a poca distancia de un bohío de tablas palmas cobijado con yaguas.

Nuestro individuo se detuvo, dirigió una mirada escudriñadora en torno suyo, como queriendo distinguir algo en medio de la oscuridad; pero, bien fuese que lo que él buscara no se encontrase allí, o bien que la negrura de la noche no se lo permitiese ver, el hombre dio tres silbidos, y aplastóse detrás de una enorme javilla.

Transcurrido apenas un minuto, una mujer, envuelta en un traje negro, acercándose con cautela al cercado profirió:

—¿Eres tú, Octavio?

—Sí, Blanca –contestó inmediatamente nuestro personaje saliendo de su escondite y adelantándose hacia la puerta formada con trozos de madera.

—¡Ay, Octavio, qué imprudencia! ¿Acaso ignoras que mi hermano ha sido trasladado a ésta con orden de fusilarte si caes prisionero?

—Ya lo sé –contestó el joven–, pero te había prometido venir, y…

—¡Comprometes tu vida! –dijo ella con acento lastimero, mirando a su amante.

Ese tierno reproche apenas balbuceado por los labios carmíneos de la hermosa Blanca tocó el alma de Octavio.

—Calla, amor mío, mañana atacaremos la comandancia, y quería estrecharte sobre mi pecho una vez más antes de desafiar nuevamente la muerte.

Blanca puso la diestra sobre la boca del insurrecto.

—No hables así; tu muerte conllevaría la mía. ¿Quieres tú que yo muera?

Un ardiente beso depositado en la cabellera negra de la amada fue la silenciosa aunque elocuente contestación del mancebo.

***

Razón sobrada tenía la hermosa Blanca. Su hermano, el general Francisco Lorian, alias Pancholo, era un adversario terrible. Cinco años hacía que su machete mantenía en pie la máquina gubernativa, y esos cinco años de una lucha tan grande como encarnizada, habían hecho de él un nuevo Atila.

¡Fatal destino el de nuestro pueblo! La razón se rendía a la fuerza y el acero subyugaba al derecho! La voluntad nacional vencida, inerme, anhelaba el grito de redentora libertad.

Bruto, ignorante, Pancholo, era una de los tantos generalotes de la República que apenas sabía escribir su nombre y; ¡cosa extraordinaria! Ese hombre del campo, ignorante, bárbaro, ese soldado que reunía en su persona el valor del león y la voracidad del tigre, solía tener sublimes delicadezas, exquisitas ternuras.

***

Los amantes guardaban silencio; de repente oyóse el ruido de una detonación.

—¡Vete! ¡Vete por Dios! –balbuceó Blanca temblando de pies a cabeza–. ¡Cuidado con Miguel Tabera!

—¡Con Miguel Tabera! –profirió Octavio.

—Sí; ese hombre ha descubierto nuestras relaciones, y como yo no he querido prestar oído a sus propuestas amorosas, ha jurado vengarse.

El joven no pensaba abandonar aún tan grata compañía; vio empero, en los ojos de la amada, un mar de temores, y comprendió la suprema ansiedad que revelaban sus palabras. Llegó el momento de la separación.

—¡Adiós! –dijo–, cuando termine la pelea volveré a verte; es decir, si no me han matado.

Blanca cogió entre sus manos la noble cabeza de su amante y, sin que este se diera cuenta, le puso en el pescuezo una cadenita de plata que tenía un pequeño medallón.

***

Han pasado dos días. Desbandadas las fuerzas revolucionarias huyen con dirección a las lomas perseguidas por los jinetes del general Pancholo.

Son las cinco de la mañana. A orillas del río, no muy lejos de un bohío de tablas palmas cobijado con yaguas, dos mujeres esperan ansiosas: son Blanca y la vieja Minga, su única compañera. No muy lejos de ellas, un hombre está en acecho, oculto tras de un palo seco.

De repente un grito se escapa del pecho de la joven.

—¡Es él!

Efectivamente, las primeras luces del día le han permitido reconocer a Octavio que aprovechando la corriente nada vigorosamente hacia la orilla.

—¡No ha tropezado con las guardias, se ha salvado!
–profirió Minga.

—¡Se ha perdido! –balbuceó Miguel Tabera, abandonando rápidamente su escondite.

***

Allí estaban ellos, estrechándose santamente en una pieza del rancho, con sólo Dios y Minga por testigos.

—¡Echen abajo esa puerta! –grita una voz varonil.

Octavio se pone de pie como movido por un resorte; sus ojos brillan; una idea criminal, monstruosa, ha cruzado por su mente. ¿Acaso Blanca habíale mandado a buscar para entregarlo?

La puerta cedió a los repetidos golpes de los asaltantes. Blanca estaba muda.

—Octavio Mimosa, por fin caíste en la trampa como un niño torpe! –decía Miguel con la sonrisa irónica del genio malo–. Bien sabía yo que mandándote a llamar en nombre de Blanca tu captura era cierta.

—Entonces, ese hombre que me trajo un recado anoche, y que se decía enviado por ti –interrumpió Blanca, dirigiéndose a Octavio– ese hombre…

Una carcajada llenó el rancho.

—¡Obra mía; sí, obra mía! –gritó Miguel–. ¡Octavio, prepárate; vas a morir! La orden del gobierno es terminante.

El coraje, la indignación, el deseo de la venganza estallaron simultáneamente.

—¡Sí, pero tú morirás primero, canalla!

Y al decir estas palabras Mimosa dio un salto; con la izquierda agarró a Miguel por la garganta; luego, la hoja de un cuchillo brilló en los aires, y con la rapidez del relámpago desapareció en el pecho del oficial.

Los soldados quedaron atónitos; parecían mármoles. El movimiento había sido tan rápido que nadie pudo impedir la catástrofe. Blanca yacía en el suelo. Miguel desplomó la faz contra la tierra: estaba muerto.

El cuchillo de Octavio, dirigido con mano certera, habíale partido el corazón.

***
Pasado el momento de incertidumbre y de estupor: ¡Matémosle!: gritaron algunos; y ya el valiente Mimosa iba a ser víctima de la soldadesca, cuando presentóse un nuevo personaje escoltado por ocho o diez soldados armados de tercerolas.

—¡El general!

—¡Sí; soy yo! –dijo Pancholo–. ¡A ver, que hacen ustedes aquí!

Luego recorrió el cuadro con la vista, y sus miradas tropezaron con el cuerpo de su hermana.

—¡Cómo! ¡Blanca desvanecida! ¡Por María Santísima! ¿Y, esta sangre de quién es?

Acercóse a la otra puerta, y vio detrás de un grupo de soldados el cadáver de su ayudante.

—¡Miguel!... ¡Muerto! ¿Quién ha sido el matador?

—¡Yo! –contestó Octavio.

—¡Tú –profirió Pancholo, mirándole de arriba abajo–. ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?

—Sí, yo, Octavio Mimosa.

—¡Ah!, tú eres el Octavio Mimosa que ha dado tanto que hacer al gobierno!?

Y, en los ojos, en el semblante del machetero, aparecían pintadas una a una la sorpresa, la alegría, la sed de sangre.

—¡Muchachos, cójanlo y amárrenlo a ese guatapaná! –dijo por fin, indicando con el dedo un árbol grueso que se levantaba a cinco o seis metros del bohío.

Octavio, que ha creído ya llegado el momento de morir, no esperó que los soldados le tocaran, dio unos pasos y llegó al pie del árbol; pero Pancholo era un hombre de conciencia, y temiendo que su presa se escapara le quitó la jáquima a su caballo y ató el mismo al prisionero.

El piquete estaba ya listo: era de día. Un sol muy pálido besaba la frente del sentenciado a muerte dejando en ella un nimbo de luz.

—¡Muchachos –profirió el jefe– apunten al corazón!

Octavio se había desabotonado la camisa y los pálidos rayos del sol se reflejaban sobre un objeto pequeño que tenía en el pecho.

—¡Fuego!–gritó Mimosa.

Pero al mismo tiempo oyóse otro grito, más fuerte que el primero, terrible, amenazante, que decía:

—¡Por María Santísima, cuidado quién tira!

***
Cuando Blanca volvió en sí iban a enterrar a Miguel Tabera.

¿Y, Octavio? –preguntó con voz doliente.

—Pancholo lo perdonó –contestó Minga.

—¿Qué dices, Minga? –profirió Blanca incorporándose en la cama–. ¡Salvado mi Octavio! ¡¡No lo creo!!

Sin embargo, en un rincón del cuarto vecino, sentado en una silla de paja del país, la cabeza entre las manos y los codos apoyados sobre las piernas, Pancholo, el adversario terrible, el hombre del campo, bárbaro e ignorante, el soldado que reunía en su persona el valor del león y la voracidad del tigre, repetía mascando las palabras:

—¡Llevaba en el pecho el retrato de la vieja!

1909.

Fuente: Cuentistas del Sur de la Isla, antología narrativa. Santo Domingo, Editora Buho, 2005.
pps. 109–115.

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